martes, 22 de enero de 2008

EL RESPALDO DE LA SILLA

"Los africanos perciben el tiempo bien diferente. Para ellos, es una categoría mucho más holgada, abierta, elástica y subjetiva. Es el hombre el que influye en la horma del tiempo y sobre su ritmo y su transcurso…El tiempo es algo que el hombre puede crear pues se manifiesta a través de los acontecimientos y el hecho de que un acontecimiento se produzca o no, no depende sino del hombre. Si dos ejércitos no libran batalla, esta batalla no habrá tenido lugar."

Quien escribía así era Ryszard Kapuciski, aquel polaco maestro de reporteros, muerto el pasado año, que describía esas primeras impresiones que cuajan en la retina del periodista cuando, en sus viajes, queda deslumbrado por las cosas más sencillas que ve al llegar a un nuevo paraje. Lo explicaba en las páginas de su libro Ébano, cuya lectura deja ver, con más claridad, la complejidad del Continente Negro.

Kapuscinski hacía aquella descripción de Ghana, en 1957, para explicar lo que llamaba la “inerte espera”, ese estado en que los nativos de las tribus ashanti se situaban, quietos en un lugar, tumbados o en cuclillas, enmudecidos, con la silueta de su cuerpo lacia, el cuello rígido y su cabeza inmóvil, sin mirar a ninguna cosa en concreto, hasta sumirse en una especie de sueño y sin tener necesidad de comer, beber u orinar. Como si la vida entrara en un paréntesis y el tiempo se parara.

El periodista polaco no supo, sin embargo, responderse a si mismo sobre lo que ocurría en las cabezas de aquellos hombres y mujeres que entraban en trance: si pensaban en algo, soñaban o se aletargaban del todo. O si, a lo mejor, estaban temporalmente en el más allá.

Cuando leí estas líneas imaginé que lo que le pasó al autor de Ébano fue una suerte de contagio del virus de “grandeza de lo sencillo”. Pensé hasta qué punto podemos hoy encontrar descubrimientos tan deslumbrantes como el que él describía y así observar que es posible descontar el tiempo inútil, en el que no hacemos nada y contabilizar sólo esos minutos, horas, días, meses, años, en los que realmente hemos vivido conscientes de haberlo hecho.

Aquello que vio el periodista polaco encuentra sus raíces en las tradiciones atávicas de los países que visitó y que sucumben, sin apenas defensas racionales, con la evidencia del ciclo biológico, con la demostrada rotación de la tierra sobre su eje y con el evidente envejecimiento de nuestras células con el paso de los años. Pero como planteamiento reflexivo me parece llamativo y con cierto fundamento, que muchas generaciones de africanos actuaran de acuerdo con esos principios y que , aunque residualmente, esas maneras de entender la vida sigan existiendo todavía hoy.

¿Imaginan una África que hubiera seguido su curso natural al margen de los modos y los intereses de los países colonizadores?.

Todo esto me lleva a centrar mis pensamientos en el reparto que hacemos de nuestro tiempo y de qué manera, en la sociedad de la competitividad en la que vivimos, nos hemos situado en el polo opuesto al de aquellos nativos tan trascendentales. Frente a su peculiar cultura de la “vida neta” , los habitantes del mundo moderno nos hemos dejado arrastrar por la de la ocupación imparable, por el “mira mi agenda, no tengo tiempo para nada” como signo de distinción social y vía de promoción en la lucha por llegar el primero.

Me contaba hace poco un vecino, que ha trabajado unos años en Nueva York que, en su empresa, las mujeres de la limpieza apagaban no pocas lámparas de mesa de despachos que habían permanecido encendidas hasta bien entrada la noche y que, en los respaldos de las sillas estaban estratégicamente colgadas –para que fueran vistas por quienes pasaran frente a la puerta abierta- las americanas de unos ejecutivos que en realidad hacía horas que habían cruzado en un “ferry” el río Hudson para reunirse con sus familias en sus coquetas casas de Nueva Jersey.

Son dos formas, las de aquellos nativos de 1957 y la del aguerrido ejecutivo de Manhattan, que nada tienen que ver entre si. Sobre todo por una razón, porque los nativos ashanti eran dueños de su tiempo, mientras que los reyes del stress y las victimas de la blackberry, viven bajo el yugo de unas agujas que se mueven amenazantes en la esfera de sus relojes.

Me decía también que, en más de una ocasión, le ha asaltado la sensación de que ha desperdiciado una buena parte de su vida. Vamos, como nos pasa a todos.

Me hablaba del "conformismo modorro", dar por sentado que lo que siempre ha sido de una manera, ya no puede cambiar ni ser cuestionado. "Nos pasamos la vida -decía- renunciando a la rebeldía personal, con la guardia baja".

Por ejemplo, en el trabajo, en donde hay que obedecer, seguir la hoja de ruta y no salirse del guión, o bien ser audaz y dar rienda suelta a la iniciativa. Los riesgos de esta ultima opción son altos ya que puedes dejar al descubierto alguna que otra incompetencia ajena, aunque, si la cosa marcha bien, el reconocimiento puede ser gratificante si has ido a parar a una empresa que cree de verdad -y predica sólo lo necesario-en ese abstracto concepto del capital humano.

Lo triste- me decía mi vecino- es que en ambos casos hay que dedicar un buen tiempo, otra vez el tiempo, a mirar y analizar la fauna profesional que te rodea, a estar alerta.

Y arremetió después contra el esnobismo social, eso de dejarse llevar por corrientes que, más que modas, parecen tomaduras de pelo. Es el consumo de élite diseñado por empresas, o listillos especializados en explotar la estupidez de los grandes rebaño humanos . Cuanto mas adinerados mucho mejor.

Cuando mi amigo acabo su ácida visión de la vida, le solté, confiado, lo de los nativos ashanti y su peculiar manera de separar, en el tiempo, el grano de la paja.

-Mira-me dijo- eso ocurrirá en la sabana africana, pero forma parte de las curiosidades que te muestran los guías turísticos para que saques un par de fotos digitales y luego incubes un brote de sarampión trascendental como el que ahora te afecta a ti.

Y yo prácticamente no había abierto la boca.

Callé mientras él me daba una cariñosa colleja y seguimos caminando hasta el green del ultimo hoyo mientras saludamos, agitando el brazo, a nuestras entrañables familias, que nos miraban desde la terraza del club de golf.

-Esto es lo que hay, colega- dijo el yuppie rebelde, antes hacer rodar la bola y ganarme la partida

Javier Zuloaga

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