Los recientes resultados de las elecciones presidenciales en
Venezuela, me han llevado a desempolvar de nuevo una de las cuestiones que más
han ocupado mi atención en los últimos tiempos. Tanto fue así en el pasado, que
en la segunda de mis novelas "La isla
de los rebeldes" hice una incursión, con pocas bridas en mi
imaginación, para ilustrar, a quienes me leyeron, que no existen límites cuando
de lo que se trata es de manejar los sentimientos colectivos.
La lectura de unas fantásticas memorias escritas por el
alemán Sebastián Haffner sobre lo que ocurrió en Alemania a la llegada del
nazismo, me había esclavizado poco antes hasta el punto de no poder pasar de
tapadillo y mirar hacia otro lado cuando, paseando por la vida, veía una y otra
vez que los humanos, como mamíferos, tendemos peligrosamente al gregarismo y nos integramos dócilmente en
el rebaño, ya sea por razones étnicas, o peligrosamente si lo que nos ponen
delante es la zanahoria electrizante.
Fruto de aquella lectura fue el artículo que publiqué en
septiembre de 2007 en este mismo blog, "Los
camaradas del miedo".
Que no teman mis amigos, los que de verdad me quieren,
porque los tiros de estas líneas no van a ir a la línea de flotación de nadie
en concreto, sino que, tal vez ilusamente, tratan de clamar en el desierto
sobre los peligros que provoca la dilución de las ideas o sentimientos individuales
en los del rebaño. No, no se trata de una vacuna, aunque no estaría mal que lo
fuera.
Lo de Venezuela, mal que nos pese a quien no entendemos cómo
este caudillo caribeño puede seguir seis años más , tiene el refrendo de muchos
más votos de los que ha alcanzado el único opositor, Henrique Capriles, que ha
tardado apenas minutos en felicitar a aquel coronel golpista que, una vez preso
y condenado, fue indultado, inocente o perversamente, por el gobierno
democristiano de Rafael Caldera. En ese momento nació el Hugo Chávez que tiene
mandato hasta 2019 y que tardó muy poco en organizar el Movimiento V República
para ganar unas elecciones en 1998 en un país desencantado por la mala gestión,
la miseria de las capas más bajas de la sociedad y una gran corrupción.
Y es que resulta bastante más fácil rebozar a los ciudadanos
en el desencanto que inculcarles la responsabilidad cívica e histórica. La
mercadotecnia, la sutil camaradería de los intereses económicos ocultos, o el
oportunismo frente a la debilidad del opositor ideológico y, sobretodo, la
mansedumbre de rebaño; ahí están algunas de las claves, pienso yo. Más o menos
lo que ocurrió en San Gregorio, república inexistente en la que situé mi
segunda novela para no ofender a nadie y
andar yo más tranquilo.
En aquella isla del Caribe, como ocurre en las novelas y en
las películas, no había mayorías silenciosas, término tan de moda entre la
resistencia al cambio cuando está instalada en el poder, sino sólo minorías
pensantes: un profesor de humanidades y un periodista de casta vieja. De la
misma manera que en “Historia de un Alemán”, no salen pocas más conciencias
inquietas que la de Sebastián Haffner, el autor de la obra.
El problema, me digo ahora, es cómo se desanda el camino de
los errores caudillistas y colectivos. El tiempo va a un saco roto ya que la
moviola se inventó para el futbol de la misma manera que el Ojo de Halcón
persigue hasta el milímetro la validez, o no, de los “aces” en el tenis.
Venezuela, un país tocado por el dedo del petróleo, tendrá que remontar, cuando
lo decidan sus ciudadanos, un plano mucho más inclinado en el que casi todos se
dejarán el resuello.
Pero habrá sido porque así lo ha querido la mayoría con su
entusiasmo y su patriotismo. De la misma manera podríamos ir dando un paseo por
el mapamundi para comprobar que el mundo está trufado de situaciones que, como ésta,
comenzaron cuando unos pocos se dejaron llevar por la gran tentación.
Javier ZULOAGA
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